Cuentos

  • Bambi

    Érase una vez un bosque donde vivían muchos animales y donde todos eran muy amiguitos. Una mañana un pequeño conejo llamado Tambor fue a despertar al búho para ir a ver un pequeño cervatillo que acababa de nacer. Se reunieron todos los animalitos del bosque y fueron a conocer a Bambi, que así se llamaba el nuevo cervatillo. Todos se hicieron muy amigos de él y le fueron enseñando todo lo que había en el bosque: las flores, los ríos y los nombres de los distintos animales, pues para Bambi todo era desconocido.

    Todos los días se juntaban en un claro del bosque para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo llevó a ver a su padre que era el jefe de la manada de todos los ciervos y el encargado de vigilar y de cuidar de ellos. Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron ladridos de un perro. "¡Corre, corre Bambi! -dijo el padre- ponte a salvo". "¿Por qué, papi?", preguntó Bambi. Son los hombres y cada vez que vienen al bosque intentan cazarnos, cortan árboles, por eso cuando los oigas debes de huir y buscar refugio.

    Pasaron los días y su padre le fue enseñando todo lo que debía de saber pues el día que él fuera muy mayor, Bambi sería el encargado de cuidar a la manada. Más tarde, Bambi conoció a una pequeña cervatilla que era muy muy guapa llamada Farina y de la que se enamoró enseguida. Un día que estaban jugando las dos oyeron los ladridos de un perro y Bambi pensó: "¡Son los hombres!", e intentó huir, pero cuando se dio cuenta el perro estaba tan cerca que no le quedó más remedio que enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando ésta estuvo a salvo, trató de correr pero se encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y al saltar, los cazadores le dispararon y Bambi quedó herido.

    Pronto acudió su papá y todos sus amigos y le ayudaron a pasar el río, pues sólo una vez que lo cruzaran estarían a salvo de los hombres, cuando lo lograron le curaron las heridas y se puso bien muy pronto.

    Pasado el tiempo, nuestro protagonista había crecido mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les costó trabajo reconocerlo pues había cambiado bastante y tenía unos cuernos preciosos. El búho ya estaba viejecito y Tambor se había casado con una conejita y tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y tuvieron un pequeño cervatillo al que fueron a conocer todos los animalitos del bosque, igual que pasó cuando él nació. Vivieron todos muy felices y Bambi era ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que antes lo hizo su papá, que ya era muy mayor para hacerlo.

    FIN

    • La Hilandera

    Érase una vez un molinero muy pobre que no tenía en el mundo más que a su hija. Ella era una muchacha muy hermosa.
    Cierto día, el rey mandó llamar al molinero, pues hacía mucho tiempo no le pagaba impuestos. El pobre hombre no tenía dinero, así es que se le ocurrió decirle al rey:

    -Tengo una hija que puede hacer hilos de oro con la paja.

    -¡Tráela! -ordenó el rey.

    Esa noche, el rey llevó a la hija del molinero a una habitación llena de paja y le dijo:

    -Cuando amanezca, debes haber terminado de fabricar hilos de oro con toda esta paja. De lo contrario, castigaré a tu padre y también a tí. La pobre muchacha ni sabía hilar, ni tenía la menor idea de cómo hacer hilos de oro con la paja. Sin embargo, se sentó frente a la rueca a intentarlo. Como su esfuerzo fue en vano, desconsolada, se echó a llorar.

    De repente, la puerta se abrió y entró un hombrecillo extraño.

    -Buenas noches, dulce niña. ¿Por qué lloras?

    -Tengo que fabricar hilos de oro con esta paja -dijo sollozando-, y no sé cómo hacerlo.

    -¿Qué me das a cambio si la hilo yo? -preguntó el hombrecillo.

    -Podría darte mi collar -dijo la muchacha.

    -Bueno, creo que eso bastará -dijo el hombrecillo, y se sentó frente a la rueca.

    Al otro día, toda la paja se había transformado en hilos de oro. Cuando el rey vio la habitación llena de oro, se dejó llevar por la codicia y quiso tener todavía más. Entonces condujo a la muchacha a una habitación aún más grande, llena de paja, y le ordenó convertirla en hilos de oro. La muchacha estaba desconsolada.

    "¿Qué voy a hacer ahora?" se dijo.

    Esa noche, el hombrecillo volvió a encontrar a la joven hecha un mar de lágrimas. Esta vez, aceptó su anillo de oro a cambio de hilar toda la paja.Al ver tal cantidad de oro, la avaricia del rey se desbordó. Encerró a la muchacha en una torre llena de paja.

    -Si mañana por la mañana ya has convertido toda esta paja en hilos de oro, me casaré contigo y serás la reina.

    El hombrecillo regresó por la noche, pero la pobre muchacha ya no tenía nada más para darle.

    -Cuando te cases -propuso el hombrecillo- tendrás que darme tu primer hijo.

    Como la muchacha no encontró una solución mejor, tuvo que aceptar el trato.

    Al día siguiente, el rey vio con gran satisfacción que la torre estaba llena de hilos de oro. Tal como lo había prometido, se casó con la hija del molinero.

    Un año después de la boda, la nueva reina tuvo una hija.

    La reina había olvidado por completo el trato que había hecho con el hombrecillo, hasta que un día apareció.

    -Debes darme lo que me prometiste -dijo el hombrecillo.

    La reina le ofreció toda clase de tesoros para poder quedarse con su hija, pero el hombrecillo no los aceptó.

    -Un ser vivo es más precioso que todas las riquezas del mundo -dijo.

    Desesperada al escuchar estas palabras, la reina rompió a llorar. Entonces el hombrecillo dijo:

    -Te doy tres días para adivinar mi nombre. Si no lo logras, me quedo con la niña.

    La reina pasó la noche en vela haciendo una lista de todos los nombres que había escuchado en su vida. Al día siguiente, la reina le leyó la lista al hombrecillo, pero la respuesta de éste a cada uno de ellos fue siempre igual:

    -No, así no me llamo yo.

    La reina resolvió entonces mandar a sus emisarios por toda la ciudad a buscar todo tipo de nombres.

    Los emisarios regresaron con unos nombres muy extraños como Piedrablanda y Aguadura, pero ninguno sirvió. El hombrecillo repetía siempre:

    -No, así no me llamo yo.

    Al tercer día, la desesperada reina envió a sus emisarios a los rincones más alejados del reino.
    Ya entrada la noche, el último emisario en llegar relató una historia muy particular.

    -Iba caminando por el bosque cuando de repente vi a un hombrecillo extraño bailando en torno a una hoguera. Al tiempo que bailaba iba cantando: "¡La reina perderá, pues mi nombre nunca sabrá. Soy el gran Rumpelstiltskin!"

    Esa misma noche, la reina le preguntó al hombrecillo:

    -¿Te llamas Alfalfa?

    -No, así no me llamo yo.

    -¿Te llamas Zebulón?

    -No, así no me llamo yo.

    -¿Será posible, entonces, que te llames Rumpelstilstkin? -preguntó por fin la reina.

    Al escuchar esto, el hombrecillo sintió tanta rabia que la cara se le puso azul y después marrón. Luego pateó tan fuerte el suelo que le abrió un gran hueco.

    Rumpelstiltskin desapareció por el hueco que abrió en el suelo y nadie lo volvió a ver jamás. La reina, por su parte, vivió feliz para siempre con el rey y su preciosa hijita.

    FIN

    • Los Tres Cerditos

    En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa.

    El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar.El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él.El mayor trabajaba en su casa de ladrillo.- Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande.

    El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó.El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos salieron pitando de allí.Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor.Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas.

    El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó.Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.

    FIN




    • El Sastrecillo Valiente

    Una mañana de primavera se encontraba un humilde sastrecillo sentado junto a su mesa, al lado de la ventana. Estaba de buen humor y cosía con entusiasmo; en esto, una campesina pasaba por la calle pregonando su mercancía:

    -¡Vendo buena mermelada! ¡Vendo buena mermelada!

    Esto sonaba a gloria en los oídos del sastrecillo, que asomó su fina cabeza por la ventana y llamó a la vendedora:

    -¡Venga, buena mujer, que aquí la aliviaremos de su mercancía!

    Subió la campesina las escaleras que llevaban hasta el taller del sastrecillo con su pesada cesta a cuestas; tuvo que sacar todos los tarros que traía para enseñárselos al sastre. Éste los miraba y los volvía a mirar uno por uno, metiendo en ellos las narices; por fin, dijo:

    -La mermelada me parece buena, así que pésame dos onzas, buena mujer, y si llegas al cuarto de libra, no vamos a discutir por eso.

    La mujer, que esperaba una mejor venta, le dio lo que pedía y se marchó malhumorada y refunfuñando:

    -¡Muy bien -exclamó el sastrecillo-, que Dios me bendiga esta mermelada y me dé salud y fuerza!

    Y, sacando un pan de la despensa, cortó una rebanada grande y la untó de mermelada.

    -Parece que no sabrá mal -se dijo-; pero antes de probarla, terminaré este jubón.

    Dejó la rebanada de pan sobre la mesa y continuó cosiendo; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.

    Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía de la mermelada se extendía por la habitación, hasta las paredes donde las moscas se amontonaban en gran número; éstas, sintiéndose atraídas por el olor, se lanzaron sobre el pan como un verdadero enjambre.

    -¡Eh!, ¿quién os ha invitado? -gritó el sastrecillo, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes.

    Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas. El sastrecillo, por fin, perdió la paciencia; irritado, cogió un trapo y, al grito de: «¡Esperad, que ya os daré!», descargó sin compasión sobre ellas un golpe tras otro. Al retirar el trapo y contarlas, vio que había liquidado nada menos que a siete moscas.

    -¡Vaya tío estás hecho! -exclamó, admirado de su propia valentía-; esto tiene que saberlo toda la ciudad.

    Y, a toda prisa, el sastrecillo cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras: «¡Siete de un golpe!»

    -¡Qué digo la ciudad! -añadió-; ¡el mundo entero tiene que enterarse de esto! -y su corazón palpitaba de alegría como el rabo de un corderillo.

    Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir al mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que pudiera llevarse; pero sólo encontró un queso viejo, que se metió en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo, junto al queso. Luego se puso valientemente en camino y, como era delgado y ágil, no sentía ningún cansancio.

    El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo más alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando plácidamente el paisaje. El sastrecillo se le acercó con atrevimiento y le dijo:

    -¡Buenos días, camarada! ¿Qué tal? Estás contemplando el ancho mundo, ¿no? Hacia él voy yo precisamente, en busca de fortuna. ¿Quieres venir conmigo?

    El gigante miró al sastrecillo con desprecio y le dijo:

    -¡Quítate de mi vista, imbécil! ¡Miserable criatura...!

    -¿Ah, sí? -contestó el sastrecillo, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón-; ¡aquí puedes leer qué clase de hombre soy!

    El gigante leyó: «Siete de un golpe» y, pensando que se trataba de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba: agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.

    -¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!

    -¿Nada más que eso? -preguntó el sastrecillo-. ¡Para mí es un juego de niños!

    Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.

    -¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

    El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecillo. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.

    -Anda, hombrecito, a ver si haces algo parecido.

    -Un buen tiro -dijo el sastrecillo-, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás.

    Y sacando al pájaro del bolsillo, lo lanzó al aire. El pájaro, encantado de verse libre, se elevó por los aires y se perdió de vista.

    -¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecillo.

    -Tirar piedras sí que sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre.

    Y llevando al sastrecillo hasta un majestuoso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo:

    -Si eres verdaderamente fuerte, ayúdame a sacar este árbol del bosque.

    -Con mucho gusto -respondió el sastrecillo-. Tú, cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré de la copa, que es lo más pesado .

    En cuanto el gigante se echó al hombro el tronco, el sastrecillo se sentó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo que cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecillo iba de lo más contento allí detrás y se puso a tararear la canción: «Tres sastres cabalgaban a la ciudad», como si el cargar árboles fuese un juego de niños.

    El gigante, después de llevar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:

    -¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

    El sastrecillo saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:

    -¡Un grandullón como tú y ni siquiera puedes cargar con un árbol!

    Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, agarrando la copa, donde cuelgan las frutas más maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol y, en cuanto lo soltó el gigante, volvió a enderezarse, arrastrando al sastrecillo por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:

    -¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar esa delgada varilla?

    -No es que me falten fuerzas -respondió el sastrecillo-. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!

    El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecillo se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

    -Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra cueva y pasa la noche con nosotros.

    El sastrecillo aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego; cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecillo miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller».

    El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón.

    A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente saltarín. A la mañana siguiente, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecillo, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron venir hacia ellos tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar y, creyendo que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.

    El sastrecillo prosiguió su camino, siempre a la buena de Dios. Tras mucho caminar, llegó al jardín del palacio real y, como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras dormía, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron de arriba a abajo y leyeron en el cinturón: «Siete de un golpe».

    -¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.

    Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que, en modo alguno, debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció junto al durmiente y, cuando vio que abría los ojos y despertaba, le comunicó la propuesta del rey.

    -Precisamente por eso he venido aquí -respondió el sastrecillo-. Estoy dispuesto a servir al rey.

    Así que lo recibieron con todos los honores y le prepararon una residencia especial para él.

    Pero los soldados del rey estaban molestos con él y deseaban verlo a mil leguas de distancia.

    -¿Qué ocurrirá? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él y nos ataca, a cada golpe derribará a siete. Eso no lo resistiremos.

    Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.

    -No estamos preparados -le dijeron- para estar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.

    El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder a todos sus fieles servidores. Se lamentaba de haber visto al sastrecillo y, gustosamente, se habría desembarazado de él; pero no se atrevía a hacerlo, por miedo a que lo matara junto a todos los suyos y luego ocupase el trono. Estuvo pensándolo largamente hasta que, por fin, encontró una solución. Mandó decir al sastrecillo que, siendo tan poderoso guerrero, tenía una propuesta que hacerle: en un bosque del reino vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si él lograba vencer y exterminar a estos dos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como dote nupcial; además, cien jinetes lo acompañarían y le prestarían su ayuda.

    «¡No está mal para un hombre como tú!» -se dijo el sastrecillo-. «Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días».

    -Claro que acepto -respondió-. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no necesito a los cien jinetes. El que derriba a siete de un solo golpe no tiene por qué asustarse con dos.

    Así, pues, el sastrecillo se puso en marcha, seguido por los cien jinetes. Al llegar al lindero del bosque, dijo a sus acompañantes:

    -Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.

    Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar por todas partes. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes: estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecillo, ni corto ni perezoso, se llenó los bolsillos de piedras y trepó al árbol. Antes de llegar a la copa se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes; entonces fue tirando a uno de los gigantes una piedra tras otra, apuntándole al pecho. El gigante, al principio, no sintió nada, pero finalmente reaccionó dando un empujón a su compañero y diciéndole:

    -¿Por qué me pegas?

    -Estás soñando -dijo el otro-; yo no te estoy pegando.

    De nuevo se volvieron a dormir y, entonces, el sastrecillo le tiró una piedra al otro.

    -¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?

    -No te he tirado ninguna piedra -refunfuñó el primero.

    Aún estuvieron discutiedo un buen rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y volvieron a cerrar los ojos. El sastrecillo siguió con su peligroso juego. Esta vez, eligiendo la piedra más grande, se la tiró con toda su fuerza al primer gigante, dándole en todo el pecho.

    -¡Esto ya es demasiado! -gritó furioso el gigante. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo temblar. El otro le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron golpeándose con ellos hasta que ambos cayeron muertos al mismo tiempo. Entonces bajó del árbol el sastrecillo.

    -Es una suerte que no hayan arrancado el árbol en que me encontraba -se dijo-, pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla; menos mal que soy ágil.

    Y, desenvainando la espada, asestó unos buenos tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se fue a ver a los jinetes y les dijo:

    -Se acabaron los gigantes, aunque debo reconocer que ha sido un trabajo verdaderamente duro: desesperados, se pusieron a arrancar árboles para defenderse; pero, cuando se tiene enfrente a alguien como yo, que mata a siete de un golpe, no hay nada que valga.

    -¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.

    -No piensen tal cosa -dijo el sastrecillo-; no me tocaron ni un pelo.

    Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.

    El sastrecillo se presentó al rey para exigirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.

    -Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. En el bosque se encuentra un unicornio que hace grandes estragos y debes capturarlo primero.

    -Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecillo- Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.

    Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus escoltas que lo esperasen fuera. No tuvo que buscar mucho: el unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a atravesarlo con su único cuerno sin ningún tipo de contemplaciones.

    -Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecillo.

    Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con toda su fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente que, por más que lo intentó, ya no pudo sacarlo y quedó aprisionado.

    -¡Ya cayó el pajarillo! -dijo el sastre.

    Y saliendo de detrás del árbol, ató la cuerda al cuello del unicornio y cortó el cuerno de un hachazo; cogió al animal y se lo presentó al rey.

    Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo: antes de que la boda se celebrase, el sastrecillo tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.

    -¡No faltaba más! -dijo el sastrecillo-. ¡Si es un juego de niños!

    Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse a él de nuevo. Tan pronto vio al sastrecillo, el jabalí se lanzó sobre él con sus afilados colmillos echando espuma por la boca. A punto de alcanzarlo, el ágil héroe huyó a todo correr en dirección hacia una ermita que estaba en las cercanías; entró en ella y, de un salto, pudo salir por la ventana del fondo. El jabalí había entrado tras él en la ermita; pero ya el sastrecillo había dado la vuelta y le cerró la puerta de un golpe, con lo que el enfurecido animal quedó apresado, pues era demasiado torpe y pesado como para saltar por la ventana. El sastrecillo se apresuró a llamar a los cazadores, para que contemplasen al animal en su prisión.

    El rey, acabadas todas sus tretas, tuvo que cumplir su promesa y le dio al sastrecillo la mano de su hija y la mitad de su reino, celebrándose la boda con gran esplendor, aunque con no demasiada alegría. Y así fue como se convirtió en todo un rey el sastrecillo valiente.

    Pasado algún tiempo, la joven reina oyó a su esposo hablar en sueños:

    -Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te dé entre las orejas con la vara de medir.

    Entonces la joven se dio cuenta de la baja condición social de su esposo, yéndose a quejar a su padre a la mañana siguiente, rogándole que la liberase de un hombre que no era más que un pobre sastre. El rey la consoló y le dijo:

    -Deja abierta esta noche la puerta de tu habitación, que mis servidores entrarán en ella cuando tu marido se haya dormido; lo secuestrarán y lo conducirán en un barco a tierras lejanas.

    La mujer quedó complacida con esto, pero el fiel escudero del rey, que oyó la conversación, comunicó estas nuevas a su señor.

    -Tengo que acabar con esto -dijo el sastrecillo.

    Cuando llegó la noche se fue a la cama con su mujer como de costumbre; la esposa, al creer que su marido ya dormía, se levantó para abrir la puerta del dormitorio, volviéndose a acostar después. Entonces el sastrecillo, fingiendo que dormía, empezó a dar voces:

    -Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te dé entre las orejas con la vara de medir. He derribado a siete de un solo golpe, he matado a dos gigantes, he cazado a un unicornio y a un jabalí. ¿Crees acaso que voy a temer a los que están esperando frente a mi dormitorio?

    Los criados, al oir estas palabras, salieron huyendo como alma que lleva el diablo y nunca jamás se les volvería a ocurrir el acercarse al sastrecillo.

    Y así, el joven sastre siguió siendo rey durante toda su vida.

    FIN

    • El Soldadito de Plomo

    Había una vez un juguetero que fabricó un ejército de soldaditos de plomo, muy derechos y elegantes. Cada uno llevaba un fusil al hombro, una chaqueta roja, pantalones azules y un sombrero negro alto con una insignia dorada al frente. Al juguetero no le alcanzó el plomo para el último soldadito y lo tuvo que dejar sin una pierna.

    Pronto, los soldaditos se encontraban en la vitrina de una tienda de juguetes. Un señor los compró para regalárselos a su hijo de cumpleaños. Cuando el niño abrió la caja, en presencia de sus hermanos, el soldadito sin pierna le llamó mucho la atención.
    El soldadito se encontró de pronto frente a un castillo de cartón con cisnes flotando a su alrededor en un lago de espejos.

    Frente a la entrada había una preciosa bailarina de papel. Llevaba una falda rosada de tul y una banda azul sobre la que brillaba una lentejuela. La bailarina tenía los brazos alzados y una pierna levantada hacia atrás, de tal manera que no se le alcanzaba a ver. ¡Era muy hermosa!

    "Es la chica para mí", pensó el soldadito de plomo, convencido de que a la bailarina le faltaba una pierna como a él. Esa noche, cuando ya todos en la casa se habían ido a dormir, los juguetes comenzaron a divertirse. El cascanueces hacía piruetas mientras que los demás juguetes bailaban y corrían por todas partes.

    Los únicos juguetes que no se movían eran el soldadito de plomo y la hermosa bailarina de papel. Inmóviles, se miraban el uno al otro. De repente, dieron las doce de la noche. La tapa de la caja de sorpresas se abrió y de ella saltó un duende con expresión malvada.

    -¿Tú qué miras, soldado? -gritó. El soldadito siguió con la mirada fija al frente.

    -Está bien. Ya verás lo que te pasará mañana -anunció el duende.

    A la mañana siguiente, el niño jugó un rato con su soldadito de plomo y luego lo puso en el borde de la ventana, que estaba abierta. A lo mejor fue el viento, o quizás fue el duende malo, lo cierto es que el soldadito de plomo se cayó a la calle.

    El niño corrió hacia la ventana, pero desde el tercer piso no se alcanzaba a ver nada.

    -¿Puedo bajar a buscar a mi soldadito? -preguntó el niño a la criada. Pero ella se negó, pues estaba lloviendo muy fuerte para que el niño saliera. La criada cerró la ventana y el niño tuvo que resignarse a perder su juguete.

    Afuera, unos niños de la calle jugaban bajo la lluvia. Fueron ellos quienes encontraron al soldadito de plomo cabeza abajo, con el fusil clavado entre dos adoquines.

    -¡Hagámosle un barco de papel! -gritó uno de los chicos. Llovía tan fuerte que se había formado un pequeño río por los bordes de las calles. Los chicos hicieron un barco con un viejo periódico, metieron al soldadito allí y lo pusieron a navegar.

    El sodadito permanecía erguido mientras el barquito de papel se dejaba llevar por la corriente. Pronto se metió en una alcantarilla y por allí siguió navegando.

    "¿A dónde iré a parar?" pensó el soldadito. "El culpable de esto es el duende malo. Claro que no me importaría si estuviera conmigo la hermosa bailarina."

    En ese momento, apareció una rata enorme.

    -¡Alto ahí! -gritó con voz chillona-. Págame el peaje.

    Pero el soldadito de plomo no podía hacer nada para detenerse. El barco de papel siguió navegando por la alcantarilla hasta que llegó al canal. Pero, ya estaba tan mojado que no pudo seguir a flote y empezó a naufragar. Por fin, el papel se deshizo completamente y el erguido soldadito de plomo se hundió en el agua. Justo antes de llegar al fondo, un pez gordo se lo tragó.

    -¡Qué oscuro está aquí dentro! -dijo el soldadito de plomo-. ¡Mucho más oscuro que en la caja de juguetes!

    El pez, con el soldadito en el estómago, nadó por todo el canal hasta llegar al mar. El soldadito de plomo extrañaba la habitación de los niños, los juguetes, el castillo de cartón y extrañaba sobre todo a la hermosa bailarina.

    "Creo que no los volveré a ver nunca más", suspiró con tristeza. El soldadito de plomo no tenía la menor idea de dónde se hallaba. Sin embargo, la suerte quiso que unos pescadores pasaran por allí y atraparan al pez con su red.

    El barco de pesca regresó a la ciudad con su cargamento. Al poco tiempo, el pescado fresco ya estaba en el mercado; justo donde hacía las compras la criada de la casa del niño. Después de mirar la selección de pescados, se decidió por el más grande: el que tenía al soldadito de plomo adentro.

    La criada regresó a la casa y le entregó el pescado a la cocinera.

    -¡Qué buen pescado! -exclamó la cocinera.

    Enseguida, tomó un cuchillo y se dispuso a preparar el pescado para meterlo al horno.

    -Aquí hay algo duro -murmuró. Luego, llena de sorpresa, sacó al soldadito de plomo.

    La criada lo reconoció de inmediato.

    -¡Es el soldadito que se le cayó al niño por la ventana! -exclamó.

    El niño se puso muy feliz cuando supo que su soldadito de plomo había aparecido. El soldadito, por su parte, estaba un poco aturdido. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad. Finalmente, se dio cuenta de que estaba de nuevo en casa. En la mesa vio los mismos juguetes de siempre, y también el castillo con el lago de espejos. Al frente estaba la bailarina, apoyada en una pierna. Habría llorado de la emoción si hubiera tenido lágrimas, pero se limitó a mirarla. Ella lo miraba también.

    De repente, el hermano del niño agarró al soldadito de plomo diciendo:

    -Este soldado no sirve para nada. Sólo tiene una pierna. Además, apesta a pescado.

    Todos vieron aterrados cómo el muchacho arrojaba al soldadito de plomo al fuego de la chimenea. El soldadito cayó de pie en medio de las llamas. Los colores de su uniforme desvanecían a medida que se derretía. De pronto, una ráfaga de viento arrancó a la bailarina de la entrada del castillo y la llevó como a un ave de papel hasta el fuego, junto al soldadito de plomo. Una llamarada la consumió en un segundo.

    A la mañana siguiente, la criada fue a limpiar la chimenea. En medio de las cenizas encontró un pedazo de plomo en forma de corazón. Al lado, negra como el carbón, estaba la lentejuela de la bailarina.

    FIN

    • Simbat el Marino


    Hace muchos, muchísmos años, en la ciudad de Bagdag vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador. "¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!".

    Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven. A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones. En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos vinos. En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de la siguiente manera: "Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras...".

    "Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable. Fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta a Bagdag..."

    L legado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente. Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas... "Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí. Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar."

    Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro, con el ruego de que volviera al día siguiente... "Hubiera podido quedarme en Bagdag disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó. Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo y escapamos de aquel espantoso lugar. De vuelta a Bagdag, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..."

    Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro. "Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme y regresé a Bagdag cargado de joyas..."

    Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna. El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.

    Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y valiosos regalos.

    "Regresé a Bagdag y ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he conocido todos los padecimientos."

    Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso de ningún fardo.

    FIN

    • Los Cisnes Salvajes

    Hace muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los hermanos se querían mucho y eran muy unidos. Aunque vivían en un hermoso castillo, jugaban y estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe.

    Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su amada esposa. Un día, conoció a una mujer muy atractiva de quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso matrimonio.

    "Ella me hará compañía y mis hijos tendrán de nuevo una madre", pensó el rey. Sin embargo, el mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes príncipes.

    La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del castillo.

    -¡Fuera de aquí! -gritó-.

    No los quiero volver a ver nunca más.

    Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza.

    La malvada reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido del castillo.

    -Olvídate de esos ingratos -dijo. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba estar rodeada de otros chicos y mandó a la niña a vivir con una familia de campesinos.

    Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida.

    -Ven, preciosa -le dijo-. Debes prepararte para saludar a tu padre.

    Mientras Elisa se preparaba para tomar el baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:

    -Tú te sentarás en la cabeza de Elisa y la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca de su corazón y se lo endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea.

    Luego puso los sapos en el agua, que tomó un color repugnante. Sin embargo, la dulzura y la inocencia de Elisa rompieron el hechizo. Los sapos se convirtieron en amapolas y el agua se volvió cristalina.

    Al ver esto, la reina se llenó de ira. Le estregó barro en la cara a la muchacha y le enmarañó el cabello.

    Cuando Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste fue enorme.

    -¡Esta no es mi hija! -exclamó el rey.

    -¡Padre, soy yo, Elisa! -replicó la muchacha.

    -Es una pordiosera que sólo quiere tu dinero -dijo la bruja.

    -¡Llévensela! -ordenó el rey.

    Con el corazón destrozado, Elisa se fue al bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su alma volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse el cabello.

    En ese momento, una vieja mujer se le acercó.

    -¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? -preguntó Elisa, esperanzada.

    -No, mi querida niña, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza -respondió la anciana-. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.

    Elisa se fue a la orilla del lago a esperar. Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto, eran los once cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza.
    Al principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.

    Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo, recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio desde su escondite que los cisnes eran sus hermanos.

    -¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! -gritó, mientras corría a abrazarlos.

    Todos se reunieron en torno a ella, felices de estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo.

    ¡Fue un instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué manera la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su vez, les contó que a ella la había echado del castillo.

    -De día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos -explicó Antonio, el mayor de los hermanos.

    -Encontraré la manera de romper el hechizo -les aseguró Elisa.

    Los hermanos encontraron un pedazo de lienzo lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer del día siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor de todos, le daba bayas para comer. Cuando el sol empezó a ocultarse otra vez, llegaron a una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.

    -Podrás romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir -susurró el hada-. Debes recoger ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.

    -Eso no importa -respondió Elisa en sus sueños-. ¡Haré lo que sea necesario para salvar a mis hermanos!

    Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido.

    En el suelo, junto a ella, había una pila de hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda bastante curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.

    -¿Qué haces? -preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.

    Sebastián no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de Elisa. Las lágrimas cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron inmediatamente. Ella le sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni una sola palabra.

    Los hermanos observaron durante un rato. El asunto era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos.
    Al otro día, cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.

    "Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble", pensó. "Allá no me verán."

    Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió.

    -¿Tú quien eres? -preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza.

    -Quietos -dijo una voz. Era un joven rey.

    -¿Cómo te llamas? -preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír.

    -Ella vendrá conmigo -dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.

    De regreso en el castillo, el joven rey intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey.

    Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo.

    -Amo a esta dulce doncella -anunció-, y deseo casarme con ella.

    -Su majestad no sabe nada sobre esta muchacha -replicó el arzobispo-. Bien podría ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño.

    Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después.

    Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y pensó sólo en las camisas de sus hermanos.

    El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey:

    -Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas -afirmó el arzobispo.

    El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.

    -No lo puedo creer -dijo el rey, desconsolado-. Castígala, si eso es lo que debes hacer.

    Elisa fue acusada de brujería.

    -Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa -suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes.

    Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba:

    -¡Quemen a la bruja!

    De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa.

    Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se convertían en príncipes.

    Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala.

    -¡Sálvenme! -gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente!

    Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el motivo de su silencio.

    El rey también lloró de felicidad y abrazó a su esposa con ternura. -Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo haría ese sacrificio -dijo el rey.

    La multitud gritaba alborozada:

    -¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián.

    -¡Tu brazo, mi pobre hermano! -dijo Elisa llorando.

    -No llores -la consoló Sebastián-. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional.

    FIN


    • Barba Azul

    Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados de brocado y carrozas completamente doradas; pero, por desgracia, aquel hombre tenía la barba azul: aquello le hacía tan feo y tan terrible, que no había mujer ni joven que no huyera de él.

    Una distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas sumamente hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar por esposo a un hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les gustaba era que se había casado ya con varias mujeres y no se sabía qué había sido de ellas.

    Barba Azul, para irse conociendo, las llevó con su madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos jóvenes de la localidad a una de sus casas de campo, donde se quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bailes y festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche gastándose bromas unos a otros. En fin, todo resultó tan bien, que a la menor de las hermanas empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy honesto.

    En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio.

    Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que tenía que hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas, por un asunto importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante su ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería y que no dejase de comer bien.

    -Éstas son -le dijo- las llaves de los dos grandes guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se saca a diario; éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la plata; ésta, la de los estuches donde están las pedrerías, y ésta, la llave maestra de todos las habitaciones de la casa. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete del fondo de la gran galería del piso de abajo: abrid todo, andad por donde queráis, pero os prohibo entrar en ese pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal suerte que, si llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera.

    Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de ordenar, y él, después de besarla, sube a su carroza y sale de viaje.

    Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a buscarlas para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes que estaban por ver todas las riquezas de su casa, pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el marido, porque su barba azul les daba miedo.

    Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las habitaciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y ricos. Después subieron a los guardamuebles, donde no dejaban de admirar la cantidad y la belleza de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos, donde se veía uno de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que se pudo ver jamás. No paraban de exagerar y envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo no se divertía a la vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del piso de abajo.

    Se vio tan dominada por la curiosidad, que, sin considerar que era una descortesía dejarlas solas, bajó por una pequeña escalera secreta, y con tal precipitación, que creyó romperse la cabeza dos o tres veces.

    Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un rato, pensando en la prohibición que su marido le había hecho, y considerando que podría sucederle alguna desgracia por ser desobediente; pero la tentación era tan fuerte, que no pudo resistirla: cogió la llavecita y, temblando, abrió la puerta del gabinete.

    Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba completamente cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas que estaban atadas a las paredes (eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había casado y que había degollado una tras otra). Creyó que se moría de miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la cerradura, se le cayó de las manos.

    Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió a cerrar la puerta y subió a su habitación para reponerse un poco; pero no lo conseguía, de lo angustiada que estaba.

    Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más que la lavaba e incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y no había manera de limpiarla del todo: cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía en otro.

    Barba Azul volvió aquella misma noche de su viaje y dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el asunto por el cual se había ido acababa de solucíonarse a su favor. Su mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba encantada de su pronto regreso.

    Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había pasado.

    -¿Cómo es que -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?

    -Se me habrá quedado arriba en la mesa -contestó.

    -No dejéis de dármela en seguida -dijo Barba Azul.

    Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave.

    Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer:

    -¿Por qué tiene sangre esta llave?

    -No lo sé -respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte.

    -No lo sabéis -prosiguió Barba Azul-; pues yo sí lo sé: habéis querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis visto.

    Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.

    -Señora, debéis de morir -le dijo-, y ahora mismo.

    -Ya que he de morir -le respondió, mirándole con los ojos bañados en lágrimas-, dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios.

    -Os doy medio cuarto de hora -prosiguió Barba Azul-, pero ni un momento más.

    Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo:

    -Ana, hermana mía (pues así se llamaba), por favor, sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se den prisa.

    Su hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre aflígida le gritaba de cuando en cuando:

    -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?

    Y su hermana Ana le respondía:

    -No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.

    Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer:

    -¡Baja en seguida o subiré yo a por ti!

    -Un momento, por favor -le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito:

    -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?

    Y su hermana Ana respondía:

    -No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.

    -¡Vamos, baja en seguida -gritaba Barba Azul- o subo yo a por ti!

    -Ya voy -respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana:

    -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?

    -Veo -respondió su hermana- una gran polvareda que viene de aquel lado.

    -¿Son mis hermanos?

    -¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas.

    -¿Quieres bajar de una vez? -gritaba Barba Azul.

    -Un momento -respondía su mujer; y luego volvía a preguntar:

    -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?

    -Veo -respondió- dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos.

    -¡Alabado sea Dios! -exclamó un momento después-. Son mis hermanos; estoy hacíéndoles todas las señas que puedo para que se den prisa.

    Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló.

    La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada.

    -Es inútil -dijo Barba Azul-, tienes que morir.

    Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza.

    La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse.

    - No, no -dijo-, encomiéndate a Dios.

    Y, levantando el brazo...

    En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos hacia Barba Azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el uno dragón y el otro mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto.

    La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.

    Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se convirtió en la dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba Azul.

    FIN


    • Hansel y Gretel

    Allá a lo lejos, en una choza próxima al bosque vivía un leñador con su esposa y sus dos hijos: Hansel y Gretel. El hombre era muy pobre. Tanto, que aún en las épocas en que ganaba más dinero apenas si alcanzaba para comer. Pero un buen día no les quedó ni una moneda para comprar comida ni un poquito de harina para hacer pan. "Nuestros hijos morirán de hambre", se lamentó el pobre esa noche. "Solo hay un remedio -dijo la mamá llorando-. Tenemos que dejarlos en el bosque, cerca del palacio del rey. Alguna persona de la corte los recogerá y cuidará". Hansel y Gretel, que no se habían podido dormir de hambre, oyeron la conversación. Gretel se echó a llorar, pero Hansel la consoló así: "No temas. Tengo un plan para encontrar el camino de regreso. Prefiero pasar hambre aquí a vivir con lujos entre desconocidos". Al día siguiente la mamá los despertó temprano. "Tenemos que ir al bosque a buscar frutas y huevos -les dijo-; de lo contrario, no tendremos que comer". Hansel, que había encontrado un trozo de pan duro en un rincón, se quedó un poco atrás para ir sembrando trocitos por el camino.

    Cuando llegaron a un claro próximo al palacio, la mamá les pidió a los niños que descansaran mientras ella y su esposo buscaban algo para comer. Los muchachitos no tardaron en quedarse dormidos, pues habían madrugado y caminado mucho, y aprovechando eso, sus padres los dejaron. Los pobres niños estaban tan cansados y débiles que durmieron sin parar hasta el día siguiente, mientras los ángeles de la guarda velaban su sueño. Al despertar, lo primero que hizo Hansel fue buscar los trozos de pan para recorrer el camino de regreso; pero no pudo encontrar ni uno: los pájaros se los habían comido. Tanto buscar y buscar se fueron alejando del claro, y por fin comprendieron que estaban perdidos del todo. Anduvieron y anduvieron hasta que llegaron a otro claro. ¿A que no sabéis que vieron allí? Pues una casita toda hecha de galletitas y caramelos. Los pobres chicos, que estaban muertos de hambre, corrieron a arrancar trozos de cerca y de persianas, pero en ese momento apareció una anciana.

    Con una sonrisa muy amable los invitó a pasar y les ofreció una espléndida comida. Hansel y Gretel comieron hasta hartarse. Luego la viejecita les preparó la cama y los arropó cariñosamente. Pero esa anciana que parecía tan buena era una bruja que quería hacerlos trabajar. Gretel tenía que cocinar y hacer toda la limpieza. Para Hansel la bruja tenía otros planes: ¡quería que tirara de su carro! Pero el niño estaba demasiado flaco y debilucho para semejante tarea, así que decidió encerrarlo en una jaula hasta que engordara. ¡Gretel no podía escapar y dejar a su hermanito encerrado!

    Entretanto, el niño recibía tanta comida que, aunque había pasado siempre mucha hambre, no podía terminar todo lo que le llevaba. Como la bruja no veía más allá de su nariz, cuando se acercaba a la jaula de Hansel le pedía que sacara un dedo para saber si estaba engordando. Hansel ya se había dado cuenta de que la mujer estaba casi ciega, así que todos los días le extendía un huesito de pollo. "Todavía estás muy flaco -decía entonces la vieja-. ¡Esperaré unos días más!". Por fin, cansada de aguardar a que Hansel engordara, decidió atarlo al carro de cualquier manera. Los niños comprendieron que había llegado el momento de escapar. Como era día de amasar pan, la bruja había ordenado a Gretel que calentara bien el horno. Pero la niña había oído en su casa que las brujas se convierten en polvo cuando aspiran humo de tilo, de modo que preparó un gran fuego con esa madera. "Yo nunca he calentado un horno -dijo entonces a la bruja-. ¿Por que no miras el fuego y me dices si está bien?". "¡Sal de ahí, pedazo de tonta! -chilló la mujer-. ¡Yo misma lo vigilaré!". Y abrió la puerta de hierro para mirar. En ese instante salió una bocanada de humo y la bruja se deshizo. Solo quedaron un puñado de polvo y un manojo de llaves. Gretel recogió las llaves y corrió a liberar a su hermanito. Antes de huir de la casa, los dos niños buscaron comida para el viaje. Pero, cual sería su sorpresa cuando encontraron montones de cofres con oro y piedras preciosas! Recogieron todo lo que pudieron y huyeron rápidamente.

    Tras mucho andar llegaron a un enorme lago y se sentaron tristes junto al agua, mirando la otra orilla. ¡Estaba tan lejos! “¿Queréis que os cruce?”, preguntó de pronto una voz entre los juncos. Era un enorme cisne blanco, que en un santiamén los dejó en la otra orilla. ¿Y adivinen quien estaba cortando leña justamente en ese lugar? ¡El papá de los chicos! Sí, el papá que lloró de alegría al verlos sanos y salvos. Después de los abrazos y los besos, Hansel y Gretel le mostraron las riquezas que traían, y tras agradecer al cisne su oportuna ayuda, corrieron todos a reunirse con la mamá.

    FIN

    • El Gato con Botas

    Érase una vez un viejo molinero que tenía tres hijos. Acercándose la hora de su muerte hizo llamar a sus tres hijos. "Mirad, quiero repartiros lo poco que tengo antes de morirme". Al mayor le dejó el molino, al mediano le dejó el burro y al más pequeñito le dejó lo último que le quedaba, el gato. Dicho esto, el padre murió.

    Mientras los dos hermanos mayores se dedicaron a explotar su herencia, el más pequeo cogió unas de las botas que tenía su padre, se las puso al gato y ambos se fueron a recorrer el mundo. En el camino se sentaron a descansar bajo la sombra de un árbol. Mientras el amo dormía, el gato le quitó una de las bolsas que tenía el amo, la llenó de hierba y dejó la bolsa abierta. En ese momento se acercó un conejo impresionado por el color verde de esa hierba y se metió dentro de la bolsa. El gato tiró de la cuerda que le rodeaba y el conejo quedó atrapado en la bolsa. Se hecho la bolsa a cuestas y se dirigió hacia palacio para entregársela al rey. Vengo de parte de mi amo, el marqués Carrabás, que le manda este obsequio. El rey muy agradecido aceptó la ofrenda.

    Pasaron los días y el gato seguía mandándole regalos al rey de parte de su amo. Un día, el rey decidió hacer una fiesta en palacio y el gato con botas se enteró de ella y pronto se le ocurrió una idea. "¡Amo, Amo! Sé cómo podemos mejorar nuestras vidas. Tú solo sigue mis instrucciones." El amo no entendía muy bien lo que el gato le pedía, pero no tenía nada que perder, así que aceptó. "¡Rápido, Amo! Quítese la ropa y métase en el río." Se acercaban carruajes reales, era el rey y su hija. En el momento que se acercaban el gato chilló: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡El marqués Carrabás se ahoga! ¡Ayuda!". El rey atraído por los chillidos del gato se acercó a ver lo que pasaba. La princesa se quedó asombrada de la belleza del marqués. Se vistió el marqués y se subió a la carroza. El gato con botas, adelantándose siempre a las cosas, corrió a los campos del pueblo y pidió a los del pueblo que dijeran al rey que las campos eran del marqués y así ocurrió. Lo único que le falta a mi amo -dijo el gato- es un castillo, así que se acordó del castillo del ogro y decidió acercarse a hablar con él. "¡Señor Ogro!, me he enterado de los poderes que usted tiene, pero yo no me lo creo así que he venido a ver si es verdad." El ogro enfurecido de la incredulidad del gato, cogió aire y ¡zás! se convirtió en un feroz león. "Muy bien, -dijo el gato- pero eso era fácil, porque tú eres un ogro, casi tan grande como un león. Pero, ¿a que no puedes convertirte en algo pequeño? En una mosca, no, mejor en un ratón, ¿puedes? El ogro sopló y se convirtió en un pequeño ratón y antes de que se diera cuenta ¡zás! el gato se abalanzó sobre él y se lo comió. En ese instante sintió pasar las carrozas y salió a la puerta chillando: "¡Amo, Amo! Vamos, entrad." El rey quedó maravillado de todas las posesiones del marqués y le propuso que se casara con su hija y compartieran reinos. Él aceptó y desde entonces tanto el gato como el marqués vivieron felices y comieron perdices.

    FIN


    • Peter Pan
    Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres. Wendy, la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter Pan. Todas las noches les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter. Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse por la habitación. Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los Niños Perdidos... "Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de polvo mágico para que podáis volar."

    Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló: "Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!."

    Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.

    Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John.

    Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.

    Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.

    Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz: "¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!".

    Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo. El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños.

    Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su casa. "¡Quédate con nosotros!", pidieron los niños. "¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos." "¡Prometido!", gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.


    FIN



    • El Mago Merlin
    Hace muchos años, cuando Inglaterra no era más que un puñado de reinos que batallaban entre sí, vino al mundo Arturo, hijo del rey Uther. La madre del niño murió al poco de nacer éste, y el padre se lo entregó al mago Merlín con el fin de que lo educara. El mago Merlín decidió llevar al pequeño al castillo de un noble, quien, además, tenía un hijo de corta edad llamado Kay. Para garantizar la seguridad del príncipe Arturo, Merlín no descubrió sus orígenes.

    Cada día Merlín explicaba al pequeño Arturo todas las ciencias conocidas y, como era mago, incluso le enseñaba algunas cosas de las ciencias del futuro y ciertas fórmulas mágicas. Los años fueron pasando y el rey Uther murió sin que nadie le conociera descendencia. Los nobles acudieron a Merlín para encontrar al monarca sucesor. Merlín hizo aparecer sobre una roca una espada firmemente clavada a un yunque de hierro, con una leyenda que decía: "Esta es la espada Excalibur. Quien consiga sacarla de este yunque, será rey de Inglaterra."

    Los nobles probaron fortuna pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguieron mover la espada ni un milímetro. Arturo y Kay, que eran ya dos apuestos muchachos, habían ido a la ciudad para asistir a un torneo en el que Kay pensaba participar. Cuando ya se aproximaba la hora, Arturo se dio cuenta de que había olvidado la espada de Kay en la posada. Salió corriendo a toda velocidad, pero cuando llegó allí, la puerta estaba cerrada. Arturo no sabía qué hacer. Sin espada, Kay no podría participar en el torneo. En su desesperación, miró alrededor y descubrió la espada Excalibur. Acercándose a la roca, tiró del arma. En ese momento un rayo de luz blanca descendió sobre él y Arturo extrajo la espada sin encontrar la menor resistencia. Corrió hasta Kay y se la ofreció. Kay se extrañó al ver que no era su espada.

    Arturo le explicó lo ocurrido. Kay vio la inscripción de "Excalibur" en la espada y se lo hizo saber a su padre. Éste ordenó a Arturo que la volviera a colocar en su lugar. Todos los nobles intentaron sacarla de nuevo, pero ninguno lo consiguió. Entonces Arturo tomó la empuñadura entre sus manos. Sobre su cabeza volvió a descender un rayo de luz blanca y Arturo extrajo la espada sin el menor esfuerzo.

    Todos admitieron que aquel muchachito sin ningún título conocido debía llevar la corona de Inglaterra, y desfilaron ante su trono, jurándole fidelidad. Merlín, pensando que Arturo ya no le necesitaba, se retiró a su morada.

    Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando algunos nobles se alzaron en armas contra el rey Arturo. Merlín proclamó que Arturo era hijo del rey Uther, por lo que era rey legítimo. Pero los nobles siguieron en guerra hasta que, al fin, fueron derrotados gracias al valor de Arturo, ayudado por la magia de Merlín. Para evitar que lo ocurrido volviera a repetirse, Arturo creó la Tabla Redonda, que estaba formada por todos los nobles leales al reino. Luego se casó con la princesa Ginebra, a lo que siguieron años de prosperidad y felicidad tanto para Inglaterra como para Arturo. "Ya puedes seguir reinando sin necesidad de mis consejos -le dijo Merlín a Arturo-. Continúa siendo un rey justo y el futuro hablará de ti."


    FIN


    • La Princesa y el Guisante

    Érase una vez un príncipe que quería casarse, pero tenía que ser con una princesa de verdad. De modo que dio la vuelta al mundo para encontrar una que lo fuera; pero aunque en todas partes encontró no pocas princesas, que lo fueran de verdad era imposible de saber, porque siempre había algo en ellas que no terminaba de convencerle. Así es que regresó muy desconsolado, por su gran deseo de casarse con una princesa auténtica.
    Una noche estalló una tempestad horrible, con rayos y truenos y lluvia a cántaros; era una noche, en verdad, espantosa. De pronto golpearon a la puerta del castillo, y el viejo rey fue a abrir.
    Afuera había una princesa. Pero, Dios mío, ¡qué aspecto presentaba con la lluvia y el mal tiempo! El agua le goteaba del pelo y de las ropas, le corría por la punta de los zapatos y le salía por el tacón y, sin embargo, decía que era una princesa auténtica.
    «Bueno, eso ya lo veremos», pensó la vieja reina. Y sin decir palabra, fue a la alcoba, apartó toda la ropa de la cama y puso un guisante en el fondo. Después cogió veinte colchones y los puso sobre el guisante, y además colocó veinte edredones sobre los colchones.
    La que decía ser princesa dormiría allí aquella noche.
    A la mañana siguiente le preguntaron qué tal había dormido.
    -¡Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-. Apenas si he pegado ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! He dormido sobre algo tan duro que tengo todo el cuerpo lleno de magulladuras. ¡Ha sido horrible!
    Así pudieron ver que era una princesa de verdad, porque a través de veinte colchones y de veinte edredones había notado el guisante. Sólo una auténtica princesa podía haber tenido una piel tan delicada.
    El príncipe la tomó por esposa, porque ahora pudo estar seguro de que se casaba con una princesa auténtica, y el guisante entró a formar parte de las joyas de la corona, donde todavía puede verse, a no ser que alguien se lo haya comido.
    ¡Como veréis, éste sí que fue un auténtico cuento!
    FIN

    • El Flautista de Hamelin
    Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquitante plaga.

    Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.

    Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones".

    Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín".

    Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.

    Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.

    Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.

    Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.

    Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.

    Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.

    Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.

    Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.


    FIN


    • Pulgarcito

    Érase una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, mientras que su esposa hilaba sentada junto a él. Ambos se lamentaban de hallarse en un hogar sin niños.
    -¡Qué triste es no tener hijos! -dijo él-. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás hogares hay tanto bullicio y alegría...
    -¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuese muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo querríamos de todo corazón.
    Y entonces sucedió que la mujer se indispuso y, después de siete meses, dio a luz a un niño completamente normal en todo, si exceptuamos que no era más grande que un dedo pulgar.
    -Es tal como lo habíamos deseado. Va a ser nuestro hijo querido.
    Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaron la comida, pero el niño no creció y se quedó tal como era en el momento de nacer. Sin embargo, tenía una mirada inteligente y pronto dio muestras de ser un niño listo y hábil, al que le salía bien cualquier cosa que se propusiera.
    Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña y dijo para sí:
    -Ojalá tuviera a alguien que me llevase el carro.
    -¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito- ¡Ya te llevaré yo el carro! ¡Puedes confiar en mí! En el momento oportuno lo tendrás en el bosque.
    El hombre se echó a reír y dijo:
    -¿Cómo podría ser eso? Eres demasiado pequeño para llevar de las bridas al caballo.
    -¡Eso no importa, padre! Si mamá lo engancha, yo me pondré en la oreja del caballo y le iré diciendo al oido por dónde ha de ir.
    -¡Está bien! -contestó el padre-, probaremos una vez.
    Cuando llegó la hora, la madre enganchó el carro y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle por dónde tenía que ir, tan pronto con un "¡Heiii!", como con un "¡Arre!". Todo fue tan bien como si un conductor de experiencia condujese el carro, encaminándose derecho hacia el bosque.
    Sucedió que, justo al doblar un recodo del camino, cuando el pequeño iba gritando "¡Arre! ¡Arre!" , acertaron a pasar por allí dos forasteros.
    -¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? Ahí va un carro, y alguien va arreando al caballo; sin embargo no se ve a nadie conduciéndolo.
    -Todo es muy extraño -dijo el otro-. Vamos a seguir al carro para ver dónde se para.
    Pero el carro se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio donde estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito vio a su padre, le gritó:
    -¿Ves, padre? Ya he llegado con el carro. Bájame ahora del caballo.
    El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo. Pulgarcito se sentó feliz sobre una brizna de hierba. Cuando los dos forasteros lo vieron se quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Ambos se escondieron, diciéndose el uno al otro:
    -Oye, ese pequeñín bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad y cobramos por enseñarlo. Vamos a comprarlo.
    Se acercaron al campesino y le dijeron:
    -Véndenos al pequeño; estará muy bien con nosotros.
    -No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería ni por todo el oro del mundo.
    Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito trepó por los pliegues de la ropa de su padre, se colocó sobre su hombro y le susurró al oído:
    -Padre, véndeme, que ya sabré yo cómo regresar a casa.
    Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero.
    -¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron.
    -¡Da igual ! Colocadme sobre el ala de un sombrero; ahí podré pasearme de un lado para otro, disfrutando del paisaje, y no me caeré.
    Cumplieron su deseo y, cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre, se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces:
    -Bájadme un momento; tengo que hacer una necesidad.
    -No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo encima.
    -No -respondió Pulgarcito-, yo también sé lo que son las buenas maneras. Bajadme inmediatamente.
    El hombre se quitó el sombrero y puso a Pulgarcito en un sembrado al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, se metió en una madriguera que había localizado desde arriba.
    -¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó con un tono de burla.
    Los hombres se acercaron corriendo y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se arrastró cada vez más abajo y, como la oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con las manos vacías.
    Cuando Pulgarcito advirtió que se habían marchado, salió de la madriguera.
    -Es peligroso atravesar estos campos de noche -pensó-; sería muy fácil caerse y romperse un hueso.
    Por fortuna tropezó con una concha vacía de caracol.
    -¡Gracias a Dios! -exclamó- Ahí podré pasar la noche con tranquilidad.
    Y se metió dentro del caparazón. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres; uno de ellos decía:
    -¿Cómo haremos para robarle al cura rico todo su oro y su palta?
    -¡Yo podría decírtelo! -se puso a gritar Pulgarcito.
    -¿Qué fue eso? -dijo uno de los espantados ladrones-; he oído hablar a alguien.
    Se quedaron quietos escuchando, y Pulgarcito insistió:
    -Llévadme con vosotros y os ayudaré.
    -¿Dónde estás?
    -Buscad por la tierra y fijaos de dónde viene la voz -contestó.
    Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron hasta ellos.
    -A ver, pequeñajo, ¿cómo vas a ayudarnos?
    -¡Escuchad! Yo me deslizaré por las cañerías hasta la habitación del cura y os iré pasando todo cuanto queráis.
    -¡Está bien! Veremos qué sabes hacer.
    Cuando llegaron a la casa del cura, Pulgarcito se introdujo en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas.
    -¿Quereis todo lo que hay aquí?
    Los ladrones se estremecieron y le dijeron:
    -Baja la voz para que nadie se despierte.
    Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:
    -¿Qué queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí?
    La cocinera, que dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se incorporó en su cama y se puso a escuchar, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose:
    -Ese pequeñajo quiere burlarse de nosotros.
    Regresaron y le susurraron:
    -Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.
    Entonces, Pulgarcito se puso a gritar de nuevo con todas sus fuerzas:
    -Sí, quiero daros todo; sólo tenéis que meter las manos.
    La cocinera, que ahora oyó todo claramente, saltó de su cama y se acercó corriendo a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si los persiguiese el diablo, y la criada, que no veía nada, fue a encender una vela. Cuando regresó, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el pajar. La sirvienta, después de haber registrado todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado despierta.
    Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugar para dormir. Quería descansar allí hasta que se hiciese de día para volver luego con sus padres, pero aún habrían de ocurrirle otras muchas cosas antes de poder regresar a su casa.
    Como de costumbre, la criada se levantó antes de que despuntase el día para dar de comer a los animales. Fue primero al pajar, y de allí tomó una brazada de heno, precisamente del lugar en donde dormía Pulgarcito. Estaba tan profundamente dormido que no se dio cuenta de nada, y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que se había tragado el heno.
    -¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo he podido caer en este molino?
    Pero pronto se dio cuenta de dónde se encontraba. No pudo hacer otra cosa sino evitar ser triturado por los dientes de la vaca; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.
    -En esta habitación tan pequeña se han olvidado de hacer una ventana -se dijo-, y no entra el sol y tampoco veo ninguna luz.
    Este lugar no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta, por lo que el espacio iba reduciéndose cada vez más. Entonces, presa del pánico, gritó con todas sus fuerzas:
    -¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!
    La moza estaba ordeñando a la vaca cuando oyó hablar sin ver a nadie, y reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche. Se asustó tanto que cayó del taburete y derramó toda la leche. Corrió entonces a toda velocidad hasta donde se encontraba su amo y le dijo:
    -¡Ay, señor cura, la vaca ha hablado!
    -¡Estás loca! -repuso el cura.
    Y se dirigió al establo a ver lo que ocurría; pero, apenas cruzó el umbral, cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo:
    -¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!
    Ante esto, el mismo cura también se asustó, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que se matara a la vaca. Entonces la vaca fue descuartizada y el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estiercol. Nuestro amigo hizo ímprobos esfuerzos por salir de allí y, cuando ya por fin empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia. Un lobo hambriento, que acertó a pasar por el lugar, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió los ánimos. «Quizá -pensó- este lobo sea comprensivo». Y, desde el fondo de su panza, se puso a gritarle:
    -¡Querido lobo, sé donde hallar un buena comida para ti!
    -¿Adónde he de ir? -preguntó el lobo.
    -En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y encontrarás tortas, tocino y longanizas, tanto como desees comer.
    Y Pulgarcito le describió minuciosamente la casa de sus padres.
    El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, comió de todo con inmenso placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no cabía por el mismo sitio. Pulgarcito, que lo tenía todo previsto, comenzó a patalear y a gritar dentro de la barriga del lobo.
    -¿Te quieres estar quieto? -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo el mundo.
    -¡Ni hablar! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado bastante ya? Ahora yo también quiero divertirme.
    Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. Los chillidos despertaron finalmente a sus padres, quienes corrieron hacia la despensa y miraron por una rendija. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz.
    -Quédate detrás de mí -dijo el hombre al entrar en la despensa-. Primero le daré un golpe con el hacha y, si no ha muerto aún, le atizarás con la hoz y le abrirás las tripas.
    Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:
    -¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo!
    -¡Gracias a Dios! -dijo el padre-. ¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!
    Y le indicó a su mujer que no usara la hoz, para no herir a Pulgarcito. Luego, blandiendo el hacha, asestó al lobo tal golpe en la cabeza que éste cayó muerto. Entonces fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron la barriga al lobo y sacaron al pequeño.
    -¡Qué bien! -dijo el padre-. ¡No sabes lo preocupados que estábamos por ti!
    -¡Sí, padre, he vivido mil aventuras. ¡Gracias a Dios que puedo respirar de nuevo aire freco!
    -Pero, ¿dónde has estado?
    -¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la barriga de un lobo. Ahora estoy por fin con vosotros.
    -Y no te volveremos a vender ni por todo el oro del mundo.
    Y abrazaron y besaron con mucho cariño a su querido Pulgarcito; le dieron de comer y de beber, lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba se habían estropeado en su accidentado viaje.
    FIN

    • El Patito Feo
    En una hermosa mañana primaveral, una hermosa y fuerte pata empollaba sus huevos y mientras lo hacía, pensaba en los hijitos fuertes y preciosos que pronto iba a tener. De pronto, empezaron a abrirse los cascarones. A cada cabeza que asomaba, el corazón le latía con fuerza. Los patitos empezaron a esponjarse mientras piaban a coro. La madre los miraba eran todos tan hermosos, únicamente habrá uno, el último, que resultaba algo raro, como más gordo y feo que los demás. Poco a poco, los patos fueron creciendo y aprendiendo a buscar entre las hierbas los más gordos gusanos, y a nadar y bucear en el agua. Cada día se les veía más bonitos. Únicamente aquel que nació el último iba cada día más largo de cuello y más gordo de cuerpo.... La madre pata estaba preocupada y triste ya que todo el mundo que pasaba por el lado del pato lo miraba con rareza. Poco a poco el vecindario lo empezó a llamar el "patito feo" y hasta sus mismos hermanos lo despreciaban porque lo veían diferente a ellos.

    El patito se sentía muy desgraciado y muy sólo y decidió irse de allí. Cuando todos fueron a dormir, él se escondió entre unos juncos, y así emprendió un largo camino hasta que, de pronto, vio un molino y una hermosa joven echando trigo a las gallinas. Él se acercó con recelo y al ver que todos callaban decidió quedarse allí a vivir. Pero al poco tiempo todos empezaron a llamarle "patito feo", "pato gordo"..., e incluso el gallo lo maltrataba. Una noche escuchó a los dueños del molino decir: "Ese pato está demasiado gordo; lo vamos a tener que asar". El pato enmudeció de miedo y decidió que esa noche huiría de allí. Durante todo el invierno estuvo deambulando de un sitio para otro sin encontrar donde vivir, ni con quién. Cuando llegó por fin la primavera, el pato salió de su cobijo para pasear. De pronto, vio a unos hermosos cisnes blancos, de cuello largo, y el patito decidió acercarse a ellos. Los cisnes al verlo se alegraron y el pato se quedó un poco asombrado, ya que nadie nunca se había alegrado de verlo. Todos los cisnes lo rodearon y lo aceptaron desde un primer momento. Él no sabía que le estaba pasando: de pronto, miró al agua del lago y fue así como al ver su sombra descubrió que era un precioso cisne más. Desde entonces vivió feliz y muy querido con su nueva familia.
    FIN

  • Caperucita Roja, en versión de los hermanos Grimm

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.
Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.
Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas...
De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.
- ¿A dónde vas, niña? - le preguntó el lobo con su voz ronca.
- A casa de mi Abuelita - le dijo Caperucita.
- No está lejos - pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.
Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.
Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.
El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta. La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.
- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
- Son para verte mejor - dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.
- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
- Son para oírte mejor - siguió diciendo el lobo.
- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!
- Son para...¡comerte mejoooor! - y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.
Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un serrador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.
El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.
Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.
En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.




  • Pinocho

Hace mucho tiempo, un carpintero llamado Gepeto, como se sentía muy solo, cogió de su taller un trozo de madera y construyó un muñeco llamado Pinocho.

-¡Qué bien me ha quedado! -exclamó-. Lástima que no tenga vida. Cómo me gustaría que mi Pinocho fuese un niño de verdad.
Tanto lo deseaba que un hada fue hasta allí y con su varita dio vida al muñeco.
-¡Hola, padre! -saludó Pinocho.
-¡Eh! ¿Quién habla? -gritó Gepeto mirando a todas partes.
-Soy yo, Pinocho. ¿Es que ya no me conoces?
-¡Parece que estoy soñando! ¡Por fin tengo un hijo!
Gepeto pensó que aunque su hijo era de madera tenía que ir al colegio. Pero no tenía dinero, así que decidió vender su abrigo para comprar los libros.
Salía Pinocho con los libros en la mano para ir al colegio y pensaba:
-Ya sé, estudiaré mucho para tener un buen trabajo y ganar dinero, y con ese dinero compraré un buen abrigo a Gepeto.
De camino, pasó por la plaza del pueblo y oyó:
-¡Entren, señores y señoras! ¡Vean nuestro teatro de títeres!
Era un teatro de muñecos como él y se puso tan contento que bailó con ellos. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no tenían vida y bailaban movidos por unos hilos que llevaban atados a las manos y los pies.
-¡Bravo, bravo! -gritaba la gente al ver a Pinocho bailar sin hilos.
-¿Quieres formar parte de nuestro teatro? -le dijo el dueño del
teatro al acabar la función.
-No porque tengo que ir al colegio.
-Pues entonces, toma estas monedas por lo bien que has bailado
-le dijo un señor.
Pinocho siguió muy contento hacia el cole, cuando de pronto:
-¡Vaya, vaya! ¿Dónde vas tan deprisa, jovencito? -dijo un gato muy mentiroso que se encontró en el camino.
-Voy a comprar un abrigo a mi padre con este dinero.
-¡Oh, vamos! -exclamó el zorro que iba con el gato-. Eso es poco dinero para un buen abrigo. ¿No te gustaría tener más?
-Sí, pero ¿cómo? -contestó Pinocho.
-Es fácil -dijo el gato-. Si entierras tus monedas en el Campo de los Milagros crecerá una planta que te dará dinero.
-¿Y dónde está ese campo?
-Nosotros te llevaremos -dijo el zorro.
Así, con mentiras, los bandidos llevaron a Pinocho a un lugar lejos de la ciudad, le robaron las monedas y le ataron a un árbol.
Gritó y gritó pero nadie le oyó, tan sólo el Hada Azul.
-¿Dónde perdiste las monedas?
-Al cruzar el río -dijo Pinocho mientras le crecía la nariz.
Se dio cuenta de que había mentido y, al ver su nariz, se puso a llorar.
-Esta vez tu nariz volverá a ser como antes, pero te crecerá si vuelves a mentir -dijo el Hada Azul.
Así, Pinocho se fue a la ciudad y se encontró con unos niños que reían y saltaban muy contentos.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó.
-Nos vamos de viaje a la Isla de la Diversión, donde todos los días son fiesta y no hay colegios ni profesores. ¿Te quieres venir?
-¡Venga, vamos!
Entonces, apareció el Hada Azul.
-¿No me prometiste ir al colegio? -preguntó.
-Sí -mintió Pinocho-, ya he estado allí.
Y, de repente, empezaron a crecerle unas orejas de burro. Pinocho se dio cuenta de que le habían crecido por mentir y se arrepintió de verdad. Se fue al colegio y luego a casa, pero Gepeto había ido a buscarle a la playa con tan mala suerte que, al meterse en el agua, se lo había tragado una ballena.
-¡Iré a salvarle! -exclamó Pinocho.
Se fue a la playa y esperó a que se lo tragara la ballena. Dentro vio a Gepeto, que le abrazó muy fuerte.
-Tendremos que salir de aquí, así que encenderemos un fuego para que la ballena abra la boca.

Así lo hicieron y salieron nadando muy deprisa hacia la orilla. El papá del muñeco no paraba de abrazarle.

De repente, apareció el Hada Azul, que convirtió el sueño de Gepeto en realidad, ya que tocó a Pinocho y lo convirtió en un niño de verdad.

Para asustarse un poco...


  • El Duelo de las brujas 






  • Cuento de Felipe Oliva Alicea
(para niños de mas de 10 años) 
El duelo de las brujas era inevitable: una de las dos sobraba en aquel pueblo infernal en donde las habían situado por un lamentable error burocrático.
La situación era realmente enojosa. Perder el trabajo significaba quedarse en el aire o ir a dar a un pueblucho de séptima categoría en el que ninguna bruja que se respetara podía sentirse feliz. Las plazas buenas ya estaban ocupadas: habían sido otorgadas a jóvenes y prometedoras hechiceras, a las cuales había que “ayudar”, pese a no haber tenido buenos resultados académicos y estar llenos sus expedientes de señalamientos éticos que resultaban tétricos por lo mala cabeza que eran.
Para presumir de democráticos, o porque alguien lanzó una apuesta en torno a cuál sería la reacción de las sobresalientes arpías asignadas a un mismo puesto, los que dirigían el Ministerio de la Brujería acordaron que fueran ellas mismas las que decidieran quién se quedaba y quién se iba del pueblo, lo cual produjo una inconcebible crisis afectiva entre las que, hasta ese día, habían sido “abominables” amigas.
Preparadas técnica y malévolamente para enemistar a los pobladores de cualquier parte, tanto Crisálida como Agripina no se consideraban aptas para fastidiarse entre sí. De ahí que se sintieran como dos pugilistas que no saben qué hacer con sus rivales. Al menos, al principio del litigio por la plaza de Bruja Popular Desestabilizadora.
Claro está, sus compañeras del Curso Emergente de Formación de Brujas, que no las soportaban por ser brillantes, impresionantes y architramposas, no se cansaron de sacarles cuantos trapos limpios tenían, sin misericordia, inventando virtudes donde no había, para poner en tela de juicio la maldad de las mismas y hacer que sus títulos de Licenciadas en Brujología, que tanto esfuerzo y dedicación les había costado, quedaran sin efecto a los “efectos docentes e indecentes”, como si sus carreras y los corre-corre que conllevaban hubieran sido fraudulentos y, por tanto, no les sirvieran ni para empinar chiringas.
Temiendo ser desplazadas, trasladadas o traicionadas por sus “queridos jefes”, las jóvenes promesas, nada brillantes pero sí prácticas, una vez enteradas de la situación existente, se las agenciaron para alejar de ellas la posibilidad de tener que ceder sus plazas a una de las másters en cuestión, que gozaban parejamente del primer lugar en el escalafón nacional y, por tanto, tenían derecho a ser ubicadas en puestos claves, pero que no contaban con la simpatía, las caderas y la desfachatez de las “prácticas”, quienes, puestas de acuerdo, les hicieron una guerra no declarada a aquellas dos viejas espantosas que, desfasadas en el tiempo, con un tardío y molesto afán de superación, se bebían los textos de brujería como agua, y de las cuales se podía decir cualquier cosa menos que eran unas santas.
Por otra parte, resultaba disparatado, poco prudente y contraproducente, quitar de su puesto a alguna de las “promesas” para ubicar a uno de los “monstruos” del curso, máxime cuando cualquiera de las “muchachitas” venía desarrollando una labor meritoria desde su graduación y nadie como ellas conocía con-cre-ta-men-te la manera de ser y las sinvergüenzuras de los moradores de los territorios en los que realizaban su ardua labor desestabilizadora, por lo cual, les gustara o no, una de las “brillantes” tendría que irse con su música, su escoba y sus calderos para…donde todo el mundo las mandaba y donde, ¡por favor!, no perjudicaran a nadie, principalmente a las jóvenes y complacientes promesas que, además trabajaban como unas mulas.
Si la Alta Esfera de la Brujería no encontraba dónde situar a la que causara Baja, que se quedara Cesante y sanseacabó: que se dedicara a pintar uñas o a vender cucuruchos de maní, o se convirtiera en una de las tantas mujeres del pueblo que devenidas en supuestas “amas de casa”, no tenían tiempo ni para hacer pipi.
Dicho y hecho, las que le envidiaban hasta la fealdad, no se cansaron de blasfemar de las mismas, acusándolas de un montón de cosas buenas que casi rayaban en lo angelical, y hasta llegaron a decir que no dudaban que fueran hadas infiltradas, propiciando el recelo de los dirigentes del Ministerio que, impacientes y nerviosos, estaban a punto de declararlas No CONFIABLES, o peor, regresarlas a Ultratumba por ser consideradas BRUJAS NO GRATAS.
Muchas y fatigantes fueron las reuniones con ambas para hallar una solución decorosa, pero, nada: ninguna daba su escoba a torcer, por lo que, a la postre, compulsadas por chismes, chanchullos mal intencionados, se resquebrajó la afinidad entre las mismas y empezaron a caerse mal y a desdecir una de la otra, en un contrapunteo que dejaba mucho que desear y desdecía de la amistad inquebrantable que se tuvieron mientras que sus intereses no fueron afectados.
Como es lógico, el Consejo Técnico Asesor de la Empresa Brujas S.A. las llamó a contar y por enésima vez trataron de que entendieran el asunto, con vista a que alguna renunciara a la plaza y aceptara ser reubicada donde hicieran falta sus servicios. No lo lograron. Ni Crisálida ni Agripina renunciaron a sus derechos ni a sus izquierdos e insistieron en que querían permanecer en aquel maldito lugar.
La reunión terminó como la famosa fiesta del Guatao, un sitio perdido en el Mapa Mundi que, con el tiempo, pasó a ser un centro Turístico para Brujas de Exportación. Las másters salieron de la misma convertidas en enemigas declaradas, y a los integrantes del Consejo Técnico Asesor no les quedó más remedio que elevar el caso a la Alta Esfera del Ministerio de la Brujería.
Luego de un exhaustivo análisis y una no menos ídem investigación, los de la Comisión creada al efecto determinaron que, a la mayor brevedad, una de las dos tenía que hacer dejación de su cargo. De lo contrario, el Ministerio se encargaría del caso y nada bueno podía salir de eso.
Todas las brujas, pero sobre todo Crisálida y Agripina sabían que los de la Comisión descollaban por su deshonestidad y corrupción. No había quien les ganara, por lo que tenían que ser demasiado ingenuas para creer que los mismos actuarían de buena fe en la solución del conflicto laboral que presentaban, y ambas, individualmente, llegaron a la conclusión de que la plaza de Bruja quedaría ocupada por la que más ofreciera por esta. A la otra no le quedaría más remedio que irse para casa del…demonio. O algo así.
Tenían que destruirse una a otra. La posibilidad de desarrollo que les daba el medio, o sea, aquel “pequeño e infernal pueblo”, no podían desaprovecharla. Con tanta gente con problemas, obsesionados por obtener cosas que les permitieran “un mejor modo de vida”; hacinados, casi calcinados, en viviendas en las que no había cama para tanta gente; promiscuos y hasta el tope de “circunstancias histéricas” que ya duraban demasiado, cualquier bruja que se empeñara un poco podía llegar a DESTACADA A NIVEL NACIONAL.
Era terrible, pero era así. En el mundo de la brujería no cabían paños tibios. Una sola pifia sentimental podía costar un ojo de la cara. Y Crisálida y Agripina no tenían ningún interés en quedar tuertas (ya eran lo suficientemente feas).
Con verdadera pasión, premeditación, alevosía, mala fe y otros derivados, el rencor y el odio fueron surgiendo entre las jóvenes brujas que, más pronto que tarde, supieron que la cosa era de “¡O tú o Yo!” Emplazadas y vilipendiadas, quedaron convertidas en dos gladiadoras que, más que una plaza, se disputaban el sobrevivir eternamente y, ya de paso, ser nominadas para el prestigioso premio La Escoba de Oro.
Por supuesto, dado que habían estado juntas desde la Primaria hasta la Universidad, las susodichas se sabían al dedillo los trucos y trampas de la otra y, también, que era inútil echarse brujerías: el veneno de una serpiente no mata a otra de su especie.
Lo que podían hacer era batirse. Sin excusa ni pretextos. Sostener un duelo del que una de las dos no saliera. Allá, en la parte baja del cementerio, a donde sólo iban los muertos insignificantes.
La cosa sería la noche en que doce nubes violáceas intentaran ahogar en quejidos a la creciente luna de aquel abril, que parecía iba a llenar de primavera los corazones de los que estaban empeñados en soñar.
Tanto una como la otra se prepararon lo mejor que pudieron. Cualquier fallo podía costarles la eternidad. Las brujas vencidas en estos combates terminaban en la hoguera. Al Diablo no le gustaban las perdedoras. Las hacía explotar como siquitraques. Luego, arrojaba sus cenizas a los siete vientos (había descubierto tres más) y no se volvía a hablar de la bruja quemada, como si el olvido se la tragara.
Era lo peor que le podía suceder a una hechicera que gozara de cierto prestigio. El anonimato era la contrapartida de la inmortalidad, y ellas lo sabían. Lo sabían desde niñas. Aun antes de que aprendieran a ser brujas. Pero tenían que correr ese riesgo. No podían continuar como estaban y, de hecho, una debía desaparecer. Solo así respetarían a la que quedara.
Ya en el cementerio, cuando la octava nube cercaba al cuarto de la luna creciente, ambas, acechantes, sintieron un poco de resquemor por lo que se veían compulsadas a hacer. ¡Habían sido tan amigas!
Pero… ¡No podían dar marcha atrás! Se chotearían. ¡Hasta podían ser expulsadas de la Unión de Brujas Horribles¡ El Diablo no les perdonaría ningún desliz al respecto: no soportaba a los nacidos bajo el signo de Piscis porque pensaban una cosa y hacían otra; y las dos, por esas cosas del destino, habían nacido el mismo día: un 16 de marzo en que un cometa negro atravesó el cielo de las doce del día.
Sí, se habían criado juntas y se querían como si fueran hermanas. Pero ahora las cosas habían cambiado y debían enfrentarse. A muerte. Para, una vez más, hacer valer aquella máxima que generaba la violencia y resultaba irrebatible: “Muerto el perro se acabó la rabia”.
Solo que ellas no eran perros. ¡Ni tampoco perras! Eran, si se quiere, un par de brujas diferentes, con pretensiones incólumes de ejercer una de las profesiones más viejas de la humanidad (la otra es la que todo el mundo conoce), pero en su fuero interno no cabía el aniquilarse mutuamente y menos hacer desaparecer a su execrable compañera de juegos y maleficios.
A pesar de los pesares, estaban obligadas a proceder como lo que eran: seres impíos que no podían permitirse el lujo de renunciar a su ego. Tenían que demostrar que eran capaces de cualquier maldad con tal de hacer valer sus poderes sobrenaturales. De lo contrario, perderían su Razón de Ser, y nadie, ni el espíritu de Alejo Carpentier, tendría miedo de ellas, por lo que las harían polvo en menos de lo que cantara un gallo en presencia de un turista obsequioso. Sobre todo, se les echarían encima los críticos de media tinta de bolígrafo no tropicalizado y los practicantes de la mal llamada Magia Negra que, según estudios realizados por las mismas, tenía más de blanca que de negra.
Sólo que estaban muy confundidas y nerviosas, porque, contradictoriamente, más allá de la inclemencia que se suponía tuvieran, aspiraban a ser felices en un mundo que, aunque no fuera el mejor, no estuviera bajo la égida de los hijos de probeta, y donde una bruja que se superara pudiera mandar al Cielo, al Paraíso o a otra parte, al mismo Diablo, y disfrutar de eso que algunos llamaban “una vida sana”.
Fue entonces que, como desprendida de una de las nubes violáceas que se habían detenido en torno al cuarto creciente de la luna, una lechuza traslúcida cruzó por encima de las dos brujas contendientes y ambas gritaron “¡Sola vaya!”, cosa que hizo que los muertos recién enterrados se estremecieran en sus tumbas y empezaran a protestar por no haber vivido lo suficiente y… ¡lo que se formó allí fue tremendo! Varios, incluso, se las arreglaron para escapar saltando el muro de la Muerte, y andan por ahí, tratando de enfrentarse a las adversidades, con más o menos apariencia de vivos.
El caso es que ni Crisálida ni Agripina se batieron esa noche ni ninguna otra. Al oírse gritar al unísono, corrieron a auxiliarse y, abrazadas, comprendieron que no hay nada como contar con alguien que se solidarice con uno y sea capaz de darte una mano cuando lo requieras.
Las cruces de madera con las que pensaban batirse se quedaron al pie de la fosa en la que se citaron, que, según se decía, era donde pernoctaba Lucifer cuando venía al Trópico de vacaciones.
De más está decir que ninguna de las dos tuvo que viajar “a lo desconocido”. Su amistad a toda prueba deshizo el hechizo en que estaba sumido aquel sitio, al que ya nadie más llamó Pueblo Maldito y donde, sin que nadie se lo explicara, los buenos sentimientos empezaron a florecer por doquier.
Naturalmente, Crisálida y Agripina fueron botadas deshonrosamente de cuantas organizaciones de brujas existían y no se les permitió ejercer más la profesión.
Devaluadas, no les quedó más remedio que dedicarse a ser gorriones. Un par de gorriones como los que todas las mañanas visitan los aleros de las casas, en las que seres de buena voluntad les ofrecen pan y amor a cambio de un poco de alegría.
FIN